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Pasiones

La política colombiana sería un caso de estudio muy interesante para aplicar el concepto de dependencia del sendero: las consecuencias no anticipadas (secuencias reactivas) y los procesos cíclicos quedarían perfectos.

Y no hablo, no solamente, de la “alta política”. No se trata de cuestionar cómo un gobierno que llegó al poder generando tantas expectativas, tres años después tenga tantas dificultades.

Tampoco hablo, no solamente, de los asuntos políticos. ¿Algo más cíclico que los escándalos de corrupción, la captura del Estado, las leguleyadas en el manejo del Estado o la ineptitud de los elegidos?

Ni hablo, no solamente, de los “políticos”. ¿No es el fracaso de Santos una consecuencia no anticipada del gobierno Uribe y éste, a su vez, del de Pastrana y así sucesivamente? ¿Casi todas las décadas, por lo menos desde los años 60, no tienen un gobierno de esperanza, que fracasa, otro podrido por la corrupción y uno más que parece hacer mucho, sin hacerlo? (Adivinen cuál gobierno, larguísimo, hizo por los tres).   

Sin embargo, no hablo de todo eso. Hoy quiero referirme a la política cotidiana, a la que hacen los ciudadanos mismos y a la forma como la hacen.

En Colombia, la política se “vive”. Así como en algunos países puede vivirse el fútbol. En otros, el dinero o el éxito. En este país, lo que genera pasión es la política. Nuestras conversaciones “banales” incluyen, en general, algún tema político. Así las personas no tengan idea de lo que están hablando, la política apasiona.

Esto no pasaría de ser una característica más del país, sino fuera porque, de manera no anticipada por nadie, de tiempo en tiempo, esa pasión genera niveles de polarización tales que se puede pasar a la violencia física.

Lo anterior, me parece, se está manifestando cada vez más. Y, repito, no estoy hablando solo de “los políticos”, sino de los ciudadanos.

Hoy la política es sinónimo de odio. No encuentro debates sobre las ideas. La descalificación del contrario se hace, no por sus planteamientos, creencias o propuestas, sino por “lo que es”.

Y esto sí que es delicado. Es tradición que a todos los izquierdistas se les acuse de guerrilleros. Ahora, todos los uribistas son paramilitares, asesinos. Así no puede haber lugar al debate: a nadie le interesa.

Los argumentos que se utilizan en esta oleada de odio solo lo incrementan. La familia o el pasado familiar de los contendientes es uno de los preferidos. Si éste no funciona, lo siguiente es utilizar la justicia: todos deben ser llevados a los estrados judiciales.

Se está configurando una visión del “nosotros” frente al “ustedes”. Los primeros siendo los dueños de la virtud y de la verdad, acosados por el contexto, frente a los segundos, los demonios del país. No hay debate; hay caricaturas.

Algo curioso es que los bandos se colectivizan, mientras que las gestiones se personalizan. No es el gobierno; es Juan Manuel Santos (otro demonio).

No existe la posibilidad que el contrincante esté mal en su opinión. No. El contrario es malo. Solo quiere destruir, acabar, asesinar.

¿La consecuencia de todo esto? Dos procesos se están gestando. Estos han sido comunes a las peores atrocidades de la historia de la humanidad, incluido el recordado genocidio de Ruanda de 1994…y, sí, la denominada Gran Violencia de Colombia.  

Por un lado, un proceso de desindividualización. Como decía, usted no puede ser usted, sino tiene que ser algún “ustedes”. No existen individuos, sino bandos que, disfrazados de grupos políticos, no pueden tener nada en común con los contrarios.

¿Por qué? Por el segundo fenómeno: la deshumanización. Siempre se puede debatir con un ser humano, pero nunca con un monstruo. En Ruanda, se utilizaron las imágenes de animales para deshumanizar (cucarachas, culebras). En Colombia, se deshumanizan llamándolos delincuentes. O, debido a los traumas que nos han generado, la deshumanización se logra cuando son “guerrilleros” o “paramilitares”, o “narcotraficantes”.

Lo peor es que, como dije al principio, esto no solo es culpa del odio entre el senador Cepeda y el – futuro – senador Uribe. Las redes sociales, los comentarios que hacen personas del común…y los intelectuales también son culpables.

¡Los “intelectuales”!: hoy escriben con odio y en un futuro, no muy lejano, si la cosa sigue degenerándose, se lavarán las manos, culpando a la “cultura” y a la “ignorancia” por las atrocidades.

Antes he hablado sobre la importancia de los debates, de la argumentación. Eso sí que hace falta.

También, la sanción moral. No creo que culpar a un político de delincuente o de asesino, sea odiar. Menos en Colombia. Pero sí creo que esto no puede ser la base del debate. ¿Cree que algún candidato es delincuente? No vote por él.

Pero para sancionar moralmente, los ciudadanos ahí sí no están listos: miren los casos de Ernesto Samper o de Horacio Serpa.

La sanción moral, al ser moral, no puede ser impuesta por el Estado ni de obligatorio cumplimiento. Depende de la flexibilidad que tienen los ciudadanos frente al cumplimiento de las normas. Por ello, cada individuo tiene mucho para hacer en este punto.

Para demostrar culpabilidades está la justicia, no las redes sociales o los medios de comunicación. Pero, actualmente, todos los bandos acuden a la justicia para descalificar al contrario y, cuando les toca su turno, la descalifican, aduciendo “persecución”. ¿Cómo quejarse de la politización de la justicia?

Lo más importante, sin embargo, es que la sociedad colombiana, a partir del debate constante, se dé cuenta, de una vez por todas, que la discusión política es interesante, apasionante, incluso. Pero no puede plantearse como el centro de la vida.

Los odios entre candidatos también son estrategias políticas, como demuestran los coqueteos entre Progresistas y el Partido Verde o el frente común entre el uribismo  y el Polo Democrático para oponerse el gobierno actual.

Es necesario que los ciudadanos colombianos reconozcan que los únicos dueños de sus decisiones y de su destino son ellos mismos y no quien ocupe la Casa de Nariño. La libertad, y su defensa, es el mejor remedio para superar esta dependencia del sendero que, en el caso de la política, solo ha generado violencia y odio en nuestro país.

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