Una de las debilidades insuperables del pensamiento estatista consiste en creer que los individuos tienen algo de malo en su actuar o en su naturaleza que, por alguna razón inexplicable, se elimina cuando éstos forman parte del Estado. En este caso, se convierten en seres humanos, preocupados por los demás y con un gran conocimiento (casi absoluto) para tomar decisiones por los otros. Nada más lejos de la realidad.
No obstante estoy por pensar que los funcionarios – elegidos y los que no – sí sufren algún tipo de transformación en su visión del mundo. Ésta no consiste en volverse “mejores seres humanos”, sino al contrario: se ven como superiores, con alguna extraña autoridad para obligar a los demás a ejecutar las órdenes que les sean asignadas y asumen que reúnen todo el conocimiento posible. En esto último, se vuelven – casi – tan arrogantes como los intelectuales.
Esta semana vi, con una mezcla de indignación y sorpresa, un mensaje en Twitter, enviado desde la cuenta de Germán Vargas Lleras que decía textualmente:
El pueblo de #Fonseca es testigo del cariño del Presidente @JuanManSantos: 718 #CasasGratis
No pretendo criticar únicamente a Vargas Lleras. Lo mismo aplicaría a otros funcionarios y políticos. No tengo nada personal en contra de ellos. Estoy de acuerdo con muchas de sus posiciones, aunque no con otras. No me parece que hagan las cosas mal. No creo que sean corruptos ni nada de eso.
Tampoco hablo desde el “bando” de los que se auto-proclamaron los líderes morales del país y que andan publicando fotos comprometedoras, según ellos, de Vargas Lleras. Ahora, después de no sé cuántos años de carrera política, justo cuando es candidato a la vicepresidencia, los adalides de la moral lo acusan de tantos crímenes que, de ser ciertos, es condenable que los que los conocían se hayan esperado todo este tiempo para denunciarlos, no ante la justicia, sino en las redes sociales.
También sé que ese tipo de afirmaciones se hacen porque están en campaña. Y así funciona la política. Y la gente vota por quién considera que le “mejora su calidad de vida”. Así, de manera directa: regalando cosas.
Pero también se debe reconocer que esa sola afirmación refleja toda una forma de pensar. Ésta olvida que los recursos con los que cuenta el Estado no aparecen de la nada, sino que resultan de las contribuciones que, a través de impuestos y de deuda, hacen los ciudadanos. Desconoce, además, que por esas contribuciones, los individuos sacrifican parte de su consumo, ahorro o inversión.
Ésta es un forma de pensar que considera que esos recursos le pertenecen al Estado y, por lo tanto, a los políticos. Así, se considera que ellos pueden destinarlos a cualquier uso y no para el que deben ser usados: la financiación de las funciones que le dan su razón de ser al Estado.
Es una forma de pensar que considera que los ciudadanos son súbditos; que están obligados a dar parte de los ingresos con los que cuentan porque es el Estado el dueño de toda la riqueza existente. En últimas, desde esta visión, es el Estado el creador de toda riqueza. Olvidan, sin embargo, los seguidores de esta doctrina que lo único que hace el Estado es gastar lo que le quita a los ciudadanos a través de métodos coercitivos.
Es un pensamiento que decide ignorar que los recursos no son ilimitados y que, por lo tanto, cualquier acción que tome el Estado frente a ellos implicará distorsiones en las señales del mercado, en la asignación de los recursos disponibles después de la contribución y que, todo esto, genera consecuencias no anticipadas en los resultados del mercado.
Así, esta forma de pensar llega a plantear absurdos como que la construcción de casas para unos muy pocos que las necesitan son demostración de algo como el “cariño” que un presidente sienta por ellos. Esas construcciones no demuestran caridad, ni cariño. Demuestran que, en lugar de utilizar los recursos en lo que se debe (como seguridad y justicia), los políticos de turno han decidido gastarlos en estrategias para hacerse (re)elegir.
El candidato a vicepresidente, entonces, no debería sacar pecho, anunciando sentimientos que no existen. Más bien, debería sentir vergüenza porque promueve, con sus actos y declaraciones, no solo que el gobierno no cumpla con sus funciones reales, sino que se dedique a la compra de votos con recursos que le son ajenos.
Por su parte, los beneficiados con las casas, que seguramente se sentirán obligados a votar por quien supuestamente les mejoró la vida o por quien siente cariño por ellos, seguirán esperando más y más en el futuro. Así, la idea equivocada adquiere vida propia. Así, se reitera que las personas deciden su voto, no porque puedan mejorar su situación a través de su esfuerzo personal debido a que el Estado cumple las funciones que debe cumplir, sino que lo hacen a partir de estándares tan vacíos – y equivocados – como “W me dio trabajo”, “X me dio de comer”, “Y me llevó música” y “Z me regaló una casa”. Una sociedad que cree en ideas equivocadas, indignantes, es lo que refleja un trino.